En los últimos años, las familias han experimentado una transformación silenciosa pero profunda: la vida cotidiana se ha llenado de pantallas, de urgencias, de actividades encadenadas y de un ritmo que apenas deja margen para respirar. La Navidad, que tradicionalmente era un paréntesis de calma, también ha ido absorbiendo esta dinámica. Los niños pasan de un plan a otro, de una actividad iluminada a un espectáculo sonoro, mientras los padres intentan sostener la logística familiar y, a la vez, preservar algo del significado auténtico de estas fechas.
Sin darnos cuenta, hemos ido complicando lo que era simple. Y quizá el mejor regalo que podemos ofrecer a nuestros hijos no es algo nuevo, sino algo viejo: volver a lo básico.
La sobreestimulación como norma, no como excepción
Es llamativo observar cómo la infancia actual vive rodeada de estímulos constantes. Desde muy pequeños acceden a dispositivos que les ofrecen entretenimiento inmediato y sin esfuerzo. Las vacaciones, lejos de frenar este ritmo, suelen intensificarlo: luces, pantallas, eventos, actividades programadas al minuto. Esta sobreestimulación, aunque parezca inofensiva, tiene un efecto acumulativo: dificulta la concentración, reduce la capacidad de asombro y genera una sensación permanente de “necesitar algo más”. Cuando todo es extraordinario, nada lo es.
Volver a lo básico significa ofrecerles espacios sin saturación, sin exigencias de rendimiento, sin la necesidad de estar siempre entretenidos. Significa recordarles —y recordarnos— que la magia de la Navidad no depende del número de actividades, sino de la profundidad con que se viven.
El aburrimiento: un regalo inesperado
El aburrimiento tiene mala prensa, pero es una herramienta educativa fundamental. A través del aburrimiento, los niños aprenden a tolerar la frustración, a buscar soluciones, a activar la imaginación, a descubrir intereses propios y a desarrollar resiliencia. Cuando un niño dice “me aburro”, está iniciando un proceso creativo que puede llevarle a inventar un juego, construir algo, observar lo que le rodea con más atención o simplemente descansar su mente.
Durante la Navidad, podemos permitir que experimenten esta pausa mental. No se trata de desatenderlos, sino de no llenar cada minuto. Un salón tranquilo, unas piezas de construcción, papel y lápices, un puñado de juguetes sencillos… son suficientes para que florezca la creatividad que tantas veces queda relegada por la inmediatez digital.

Vivir conectados… pero a las personas
Si algo caracteriza nuestro tiempo es la paradoja de estar permanentemente conectados, pero no siempre con quienes tenemos enfrente. La Navidad ofrece un escenario ideal para reorientar esta conexión. Dejar el móvil en otra habitación durante la cena, evitar el uso de pantallas por la mañana, apagar la televisión cuando estamos conversando… son gestos pequeños que envían un mensaje poderoso: lo importante está aquí, ahora, contigo.
Los niños aprenden observando. Un adulto que prioriza la conversación, la mirada y la presencia física enseña más que cualquier discurso sobre la familia. Y es precisamente en la infancia donde se construye esta sensibilidad por el otro, esta capacidad de atender, de compartir, de escuchar.
Experiencias sencillas que dejan huella
Cuando pensamos en planes familiares, a veces imaginamos actividades costosas o complejas. Pero, desde la perspectiva de un niño, lo que de verdad cuenta es la experiencia compartida, no la espectacularidad del plan. Una tarde cocinando galletas, un paseo bajo la lluvia con paraguas de colores, leer juntos un libro navideño, montar el Belén comentando cada figura, visitar a un familiar mayor, idear un juego para un hermano pequeño, hacer una manualidad con lo que haya por casa…
Estas experiencias sencillas tienen dos propiedades valiosas: son accesibles y son memorables. No dependen del presupuesto, sino de la intención. No requieren tecnología, sino presencia. Son vivencias que fortalecen la relación familiar y que, con el paso del tiempo, se convierten en los recuerdos más apreciados.
La sencillez como aprendizaje para toda la vida
Volver a lo básico no es solo un gesto navideño; es una forma de educar en profundidad. La sencillez enseña a valorar lo que uno tiene, a reconocer la belleza de lo cotidiano, a agradecer. Enseña a distinguir entre necesidades reales y deseos pasajeros, a convivir con calma, a buscar la verdad y el bien en lo pequeño.
En un colegio como Gaztelueta, que apuesta por una educación integral, este enfoque encuentra un eco natural. La formación de la persona no se limita a contenidos académicos: se nutre de experiencias familiares, de hábitos, de virtudes humanas que se cultivan día a día. La Navidad vivida con sencillez refuerza este camino educativo, ayudando a que los niños crezcan más libres, más responsables y más conscientes de lo que de verdad importa.

El regalo que permanece
Entre tantos envoltorios y luces, existe un regalo que no se compra, no se rompe y no pasa de moda: el tiempo compartido. La atención. La calma. La risa que surge sin planificación. La ayuda que se ofrece sin pedir nada a cambio. El cariño expresado en gestos cotidianos.
Esta Navidad, volver a lo básico podría ser la mejor decisión para nuestras familias. Un regalo que ilumina más que cualquier adorno y que construye más que cualquier juguete.
Que esta Navidad nos encuentren presentes, agradecidos y dispuestos a sorprendernos con lo sencillo. Porque, al final, lo esencial —como la familia, el amor y la esperanza— siempre ha estado ahí, esperando que volvamos a mirarlo con ojos nuevos.