Cuando triunfar es lo prioritario, la inmadurez lleva a reclamar recompensas de inmediato y a ser posible, sin esfuerzo.

«Mejoramos con los daños, no con los años». Descubrí la pintada hace un tiempo en una calle de Bilbao. El mensaje escrito en una tapia llamó mi atención. Con esas palabras, forjadas con la perspectiva del tiempo, el autor anónimo comparte una experiencia de vida para quien quiera atenderla: cuando, sin conseguir sus objetivos, una persona se sobrepone a la frustración y vuelve a intentarlo, puede salir adelante.

Al leer esas palabras me vino al recuerdo la sesión de un profesor sabio a finales del pasado curso académico. Mi colega en la docencia se dirigía a padres de alumnos adolescentes sobre la necesidad de educar en la frustración. Causó impacto. En los días posteriores, las familias comentaron su interés por la lección de aquella tarde. La vida no está exenta de dificultades y las metas que nos proponemos escapan tantas veces a la expectativa de alcanzarlas.

 

Ganar en recursos para hacer frente a esas situaciones constituye un importante activo de la persona. Al contrario, la frustración bloquea y desanima. Empezamos un nuevo periodo lectivo y, en los meses venideros, no faltarán momentos de satisfacción, consecuencia del éxito alcanzado, ni tampoco objetivos no cumplidos. Plantearlos con realismo es un medio para evitar el desánimo. El fracaso es una realidad al acecho. Ayudar a gestionar la experiencia es un reto más de la tarea educativa. Padres y profesores podemos aportar mucho en este campo.

El esfuerzo de cercanía y ayuda serena para gobernar las decepciones, sin sucumbir a ellas, irá en beneficio de los alumnos. Cuando se persigue a toda costa un objetivo, el éxito consiste en conquistarlo y gozar de la satisfacción que comporta. En esos momentos conviene no olvidar que es difícil alcanzar las expectativas sin haber convivido previamente con la decepción. No se puede separar el triunfo del camino recorrido hasta lograrlo, tantas veces largo y fatigoso. Forma parte del mecanismo de la vida.

En una sociedad en la que prima la cultura del éxito, el temor al fracaso está siempre presente. Cuando triunfar es lo prioritario, la posibilidad de no alcanzar lo previsto produce una reacción emocional de temor, que se convierte en freno si lleva a la inacción. Si el miedo a no llegar a la meta mueve a no actuar, se evita el esfuerzo requerido para alcanzar el fin. En cambio, hacer frente a situaciones difíciles impulsa; más que una adversidad que se debe soportar antes de alcanzar el éxito, forma parte de un proceso de crecimiento.

 

Exige un cambio de perspectiva: cuando lo propuesto se resiste, o incluso parece imposible alcanzarlo, puede verse como un fracaso, o como oportunidad para hacer balance y ajustar la estrategia. Un punto y aparte en el relato de una biografía, a veces tan solo un punto y seguido; nunca el final de una historia.

 

No necesitamos vivir sin adversidades, sino saber que van a existir. En su libro ‘El hombre en busca de sentido’, trabajado en las clases de Bachillerato, el psiquiatra vienés Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz, explica que las dificultades son parte de la vida: debemos luchar por algo que valga la pena y dar un sentido al esfuerzo.

Los objetivos valiosos raramente se alcanzan a la primera. Derivan de empeño, constancia y tiempo. La inmadurez lleva a reclamar recompensas de modo inmediato y, a ser posible, sin esfuerzo. Es típico de los adolescentes, tan dados a querer sobresalir. Bajo la presión del ambiente, tienden a pasar por alto que una buena calificación en un examen, trabajo o boletín de notas corresponde a un trabajo hecho con detalle, acierto y el adecuado desarrollo.

La aspiración al triunfo debe estar acompañada por la disposición al esfuerzo, y la constancia en los intentos.
Esforzarse de veras, situar en su medida lo que apetece, moderar la ansiedad por el premio, crecer en constancia son facetas del crecimiento interior. Se entiende entonces la necesidad de poner los medios, con el esfuerzo que lleva consigo, para obtener, en su momento, la merecida recompensa.

En ese itinerario entran en juego y se fortalecen otros aspectos de la personalidad:

  • objetividad: no todo es terrible
  • vivir en el momento presente, sin sucumbir al lamento por el pasado
  • esfuerzo y constancia para evitar el derrotismo y volver a intentarlo
  • visión positiva; evitar situar la decepción momentánea en la categoría de tragedia irreparable
  • humildad para reconocer aspectos mejorables
  • visión de futuro: la vida continúa, a pesar de haber fallado en el primer intento

Quien se siente herido por el fracaso tiende a buscar consuelo y ánimo. Es el momento de pararse a reflexionar con quien pasa por esa experiencia. La confianza, junto a la claridad de argumentos, presentados con serenidad y de un modo que anime, ayuda a progresar como personas. El primer fruto de un fracaso bien enfocado, entendido como una oportunidad para crecer, es ya el primer éxito.

José Ramón Garitagoitia, Doctor en Ciencias Políticas y en Derecho Internacional Público. Profesor de Bachillerato en Gaztelueta